El
hombre aspira a la felicidad, pero, conforme a la doctrina cristiana, no puede
ser feliz en la tierra; durante su existencia terrenal debe practicar la virtud
para alcanzar la salvación, y gozar así en la otra vida de la visión beatífica
de Dios, única y verdadera felicidad. Aunque para la salvación es necesario el
concurso de la gracia divina, la práctica perseverante de las virtudes
cardinales y teologales es el camino que ha de seguir el hombre para alejarse
de aquella tendencia al mal que el pecado original ha impreso en su alma.
Agustín
de Hipona entiende el mal como no-ser, como carencia de ser. Siguiendo la tesis
ejemplarista, el mundo y los seres que lo forman son buenos en cuanto que
imitación o realización, aunque imperfecta, de las ideas divinas; no podemos
culpar a Dios de sus carencias, ya que Dios les dio el ser, no el no-ser. Del
mismo modo, las malas acciones son actos privados de moralidad; Dios no puede
sino permitir que se cometan, pues lo contrario implicaría retirar al alma
humana su libre albedrío.
Las ideas políticas de
Agustín de Hipona deben situarse en el contexto de la profunda crisis que
atravesaba el Imperio romano y de la acusación lanzada por los paganos de que
la cristianización era la causa de la decadencia de Roma. San Agustín respondió
trazando en La ciudad de Dios una filosofía de la historia; la palabra
"ciudad" ha de entenderse en esta obra no como conjunto de calles y
edificios, sino como el vocablo latino civitas, es decir, la población o
habitantes de una ciudad. Entendiendo el término en tal sentido, para San
Agustín la historia de la humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios
y la ciudad terrena, la ciudad del bien y la del mal. Entre los moradores de la
ciudad terrenal impera "el amor a sí mismo hasta el desprecio de
Dios"; en la ciudad de Dios, "el amor a Dios hasta el deprecio de sí
mismo".
Remontándose a los
ángeles y a Adán y Eva y descendiendo por la Biblia hasta llegar a Jesucristo y
a su propia época, Agustín de Hipona expone el desarrollo de esta constante
pugna. La ciudad de Dios se inició con los ángeles, y la terrena, con Caín y el
pecado original. La historia de la humanidad se divide en dos grandes épocas:
la primera, desde la caída del hombre hasta Jesucristo, preparó la redención;
la segunda, desde Jesucristo hasta el fin del mundo, cumplirá y realizará la
redención, pues el conflicto entre ambas ciudades proseguirá hasta que, ya en
el fin de los tiempos, triunfe definitivamente la ciudad de Dios.
Desde tal amplia
perspectiva, la situación crítica del Imperio romano (en el que San Agustín ve
un instrumento de Dios para facilitar la propagación de la fe) es solamente
otro momento de esa lucha, y más debe atribuirse su crisis a la pervivencia del
paganismo entre los ciudadanos que a la cristianización; una Roma plenamente
cristiana podría pasar a ser un imperio espiritual y no meramente terrenal.
Junto al núcleo que la motiva, se halla en esta obra su concepto de la familia
y la sociedad como positivas derivaciones de la naturaleza humana (no como
resultado de un pacto), así como la noción del origen divino del poder del
gobernante.
Por su vasta y perdurable
irradiación, puede afirmarse que Agustín de Hipona figura entre los pensadores
más influyentes de la tradición occidental; es preciso saltar hasta Santo Tomás
de Aquino (siglo XIII) para encontrar un filósofo de su misma talla. Toda la
filosofía y la teología medieval, hasta el siglo XII, fue básicamente
agustiniana; los grandes temas de San Agustín -conocimiento y amor, memoria y
presencia, sabiduría- dominaron la teología cristiana hasta la escolástica
tomista. Lutero recuperó, transformándola, su visión pesimista del hombre
pecador, y los jansenistas, por su parte, se inspiraron muy a menudo en el
Augustinus, libro en cuyas páginas se resumían las principales tesis del
filósofo de Hipona.
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