Mundo, alma y Dios
En
sus concepciones sobre la naturaleza y el mundo físico, Agustín de Hipona parte
del hilemorfismo de Aristóteles: los seres se componen de materia y forma. Pero
conforme al ideario cristiano, Agustín introduce el concepto de creación (Dios
creó libremente el mundo de la nada), extraño a la tradición griega, y
enriquece la teoría aristotélica con las llamadas razones seminales: al crear
el mundo, Dios lo dejó en un estado inicial de indeterminación, pero depositó
en la materia una serie de potencialidades latentes comparables a semillas, que
en las circunstancias adecuadas y conforme a un plan divino originaron los
sucesivos seres y fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona con el tiempo,
actualizando constantemente sus potencialidades y configurándose como cosmos.
El
ser humano se compone de cuerpo (materia) y alma (forma). Pero siguiendo ahora
a Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y alma son sustancias completas y
separadas, y su unión es accidental: el hombre es un alma racional inmortal que
se sirve, como instrumento, de un cuerpo material y mortal; el santo llegó
incluso a usar algunas veces el símil platónico del jinete y el caballo. Dotada
de voluntad, memoria e inteligencia, el alma es una sustancia espiritual simple
e indivisible, cualidades de las que se desprende su inmortalidad, ya que la
muerte es descomposición de las partes.
Tal concepto crearía
dificultades y dudas en San Agustín a la hora de establecer el origen del alma
(siempre rechazó la noción platónica de la preexistencia) y conciliarlo con el
dogma del pecado original. Si el alma era generada por los padres al igual que
el cuerpo (generacionismo), se entendía que el pecado original se transmitiese
a los descendientes, pero, siendo simple e indivisible, ¿cómo podía el alma
pasar a los hijos? Y si el alma era creada por Dios en el instante del
nacimiento (creacionismo), ¿cómo podía Dios crear un alma imperfecta, manchada
por el pecado original?
San Agustín de Hipona
(c. 1637), de Rubens
Para San Agustín, fe y
razón se hallan profundamente vinculadas: sus célebres aforismos "cree
para entender" y "entiende para creer" (Crede ut intelligas,
Intellige ut credas) significan que la fe y la razón, pese a la primacía de la
primera, se iluminan mutuamente. Mediante la sensación y la razón podemos
llegar a percibir cosas concretas y a conocer algunas verdades necesarias y
universales, pero referidas a fenómenos concretos, temporales. Sólo gracias a
una iluminación o poder suplementario que Dios concede al alma, a la razón,
podemos llegar al conocimiento racional superior, a la sabiduría. Por otra
parte, un discurso racional correcto necesariamente ha de conducir a las
verdades reveladas.
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