San Agustín
San
Agustín se esforzó en acceder a la salvación por los caminos de la más absoluta
racionalidad. Sufrió y se extravió numerosas veces, porque es tarea de titanes
acomodar las verdades reveladas a las certezas científicas y matemáticas y
alcanzar la divinidad mediante los saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil
si se posee un espíritu ardoroso que no ignora los deleites del cuerpo. La
personalidad de San Agustín de Hipona era de hierro e hicieron falta durísimos
yunques para forjarla.
Biografía.
Aurelio
Agustín nació en Tagaste, en el África romana, el 13 de noviembre de 354. Su
padre, llamado Patricio, era un funcionario pagano al servicio del Imperio. Su
madre, la dulce y abnegada cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio
intuitivo y educó a su hijo en su religión, aunque, ciertamente, no llegó a
bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta en sus Confesiones, era irascible,
soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y
notable de la ciudad, se hizo cargo de sus estudios, pero Agustín, a quien
repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes.
Tardó en aplicarse a los estudios, pero lo hizo al fin porque su deseo de saber
era aún más fuerte que su amor por las distracciones; terminadas las clases de
gramática en su municipio, estudió las artes liberales en Metauro y después
retórica en Cartago.
San Agustín de Hipona
en su celda (c.1480),
de Sandro Botticelli
San Agustín de
Hipona en su celda (c.1480),
de Sandro
Botticelli
|
Sin
embargo, el hecho fundamental en la vida de San Agustín de Hipona en estos años
es su adhesión al dogma maniqueo; su preocupación por el problema del mal, que
lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, la
religión de moda en aquella época. Los maniqueos presentaban dos sustancias
opuestas, una buena (la luz) y otra mala (las tinieblas), eternas e irreductibles.
Era preciso conocer el aspecto bueno y luminoso que cada hombre posee y vivir
de acuerdo con él para alcanzar la salvación.
A
San Agustín le seducía este dualismo y la fácil explicación del mal y de las
pasiones que comportaba, pues ya por aquel entonces eran estos los temas
centrales de su pensamiento. La doctrina de Manes, aún más que el escepticismo,
se asentaba en un pesimismo radical, pero denunciaba inequívocamente al
monstruo de la materia tenebrosa enemiga del espíritu, justamente aquella
materia, "piélago de maldades", que Agustín quería conjurar en sí
mismo.
Dedicado
a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma
(383) y Milán (384). Durante diez años, a partir del 374, vivió Agustín esta
amarga y loca religión. Fue colmado de atenciones por los altos cargos de la
jerarquía maniquea y no dudó en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó
a los himnos ardientes, los ayunos y las variadas abstinencias y complementó
todas estas prácticas con estudios de astrología que le mantuvieron en la
ilusión de haber encontrado la buena senda. A partir del año 379, sin embargo,
su inteligencia empezó a ser más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de
sus correligionarios lentamente, primero en secreto y después denunciando sus
errores en público. La llama de amor al conocimiento que ardía en su interior
le alejó de las simplificaciones maniqueas como le había apartado del
escepticismo estéril.
En
384 encontramos a San Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de profesor de
oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos, profundiza en los antiguos
pensadores y devora algunos textos de filosofía neoplatónica. La lectura de los
neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó las convicciones maniqueístas
de San Agustín y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza
del mal; igualmente decisivo en la nueva orientación de su pensamiento serían
los sermones de San Ambrosio, arzobispo de Milán, que partía de Plotino para
demostrar los dogmas y a quien San Agustín escuchaba con delectación, quedando
"maravillado, sin aliento, con el corazón ardiendo". A partir de la
idea de que «Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no
depende de nada», San Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente
subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede
ser entendido como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso
como sustancia.
Dos
años después, la convicción de haber recibido una señal divina (relatada en el
libro octavo de las Confesiones) lo decidió a retirarse con su madre, su hijo y
sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín
escribió sus primeras obras. En 387 se hizo bautizar por San Ambrosio y se consagró
definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un éxtasis compartido con su
madre, Mónica, que murió poco después.
En
388 regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado sacerdote en
Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar
entre los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió con fervor y
le valió gran renombre; al propio tiempo, sostenía enconado combate contra las
herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia católica, reflejado en las
controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.
Tras
la muerte de Valerio, hacia finales del 395, San Agustín fue nombrado obispo de
Hipona; desde este pequeño pueblo pescadores proyectaría su pensamiento a todo
el mundo occidental. Sus antiguos correligionarios maniqueos, y también los
donatistas, los arrianos, los priscilianistas y otros muchos sectarios vieron
combatidos sus errores por el nuevo campeón de la Cristiandad. Dedicó numerosos
sermones a la instrucción de su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos,
adversarios, extranjeros, fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor,
administrador, orador y juez. Al mismo tiempo elaboraba una ingente obra
filosófica, moral y dogmática; entre sus libros destacan los Soliloquios, las
Confesiones y La ciudad de Dios, extraordinarios testimonios de su fe y de su
sabiduría teológica.
Al
caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), se acusó al cristianismo de
ser responsable de las desgracias del imperio, lo que suscitó una encendida
respuesta de San Agustín, recogida en La ciudad de Dios, que contiene una
verdadera filosofía de la historia cristiana. Durante los últimos años de su
vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el
429), a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de
Hipona, cayó enfermo y murió.
San Agustín de
Hipona y Santa Mónica (1846), de Ary Scheffer
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Al
caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), se acusó al cristianismo de
ser responsable de las desgracias del imperio, lo que suscitó una encendida
respuesta de San Agustín, recogida en La ciudad de Dios, que contiene una
verdadera filosofía de la historia cristiana. Durante los últimos años de su
vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el 429),
a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de Hipona,
cayó enfermo y murió.
San Agustín de Hipona
y Santa Mónica (1846), de Ary Scheffer
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